viernes, 23 de junio de 2017

Erdeland (un cuento hiperrealista)



 La chica lleva un par de horas en la carretera. Hace un calor inesperado para la época del año que transcurre. Ha pasado la última población grande hace más de media hora. Esperaba encontrar una gasolinera poco después de pasar la pequeña ciudad de provincias. Siempre las hay, suele haberlas, debería haberlas, se supone que... a las afueras... al pasar los polígonos industriales... Pero no, no las hay, y ella sigue conduciendo. No lleva agua, el sol brilla con intensidad y es pleno mediodía. Las escasas señales que conducen a algún sitio donde pueda haber un bar y un lavabo, o donde comprar algo, exigen alejarse varios kilómetros de su ruta y tiene prisa por llegar: su novio la está esperando. Así que va dejando que las señales pasen una tras otra mientras el calor aprieta y su urgencia crece, y además de ganas de orinar, comienza a tener bastante sed. El coche no lleva aire acondicionado, y sus ojos demasiado claros acusan la reverberación del calor en el asfalto. La música, que es su único estimulante, se suma al ruido del motor y del aire con las ventanillas bajadas y ambas cosas se confunden en una pasta de indefinida del cual sólo emergen los agudos de un modo cada vez más irritante. El parabrisas es un cementerio de mosquitos arrasados, pero no tiene agua y el limpia pasa una y otra vez trazando estelas grises, sin conseguir arrancarlos. Pese a todo está contenta. Hace tiempo que no ve a su pareja y les esperan unas pequeñas vacaciones en una costa verde surcada por puentes, playas de arena descolorida y bosques de eucalipto, así que pisa el acelerador un poco más y lo soporta. La autovía es amplia, describe un arco elevado con varios carriles a su alrededor, y está vacía. Algún camión cruza zumbando en el sentido contrario. La adelanta un deportivo que parece fuera de lugar entre colinas blancas y rojas, matojos secos, casas hundidas en el terreno y campos arados hasta donde se define el horizonte.
Un poco harta, un poco desesperada también, cerca ya de otra población grande decide arriesgarse y con el siguiente aviso de gasolinera, toma el desvío. Cuando quiere darse cuenta está en otra autovía, un poco más estrecha, de tan solo dos carriles por sentido y que dibuja un inmenso círculo en dirección contraria. No se ve ninguna estación de reportaje a lo lejos. La chica pierde la paciencia. La presión en sus ingles y la sed en sus labios secos la impulsan, y elige la primera salida, casi arbitrariamente. Ahora está en una carretera de dos carriles con una mediana. A su diestra, mientras acelera, ve que hay una vía casi paralela, aunque distante. Un poco más adelante la suya desemboca en una glorieta. Gira a la derecha una vez más con esperanza de ser devuelta a su dirección original, pero esta carretera -una comarcal modesta sin arcenes-, se extiende perpendicular a la anterior, así que no la lleva de vuelta hacia ninguna parte. Ahora la presión entre sus piernas es mucha, y ya no piensa con claridad. Se muerde los labios, estira el cuello sobre el salpicadero del coche y, a través del turbio parabrisas ve un cartel grande, con letras amarillas en el que se lee: "Hotel". Ni se lo piensa. Da un volantazo y sale del asfalto pegando tumbos sobre la tierra polvorienta. A primera vista parece un típico alojamiento de carretera: tres pisos, cercano a las autovías, y con un bar inmenso en la planta inferior. Un lugar acogedor en medio de la nada, en un páramo de colinas bajas que se calcinan al sol, llamando la atención de sus clientes con un gran cartel luminoso en la azotea almenada del edificio. Es el descanso habitual de transeúntes solitarios, mayormente camioneros, transportistas y viajantes, que solo quieren comer de menú y quitarse los calcetines olorosos frente a una televisión pequeña, donde puedan quedarse dormidos sin soltar el mando. Esos lugares suelen ser hoscos, pero comprensivos con los conductores. Eso significa que podrá ir al baño, comprar una botella de agua, y echar algo sobre el cristal delantero del coche para despejar la vista. El edificio es moderno, un poco cursi, aún así parece agradable con sus ladrillos de terracota sonrosada y las junturas tan blancas como si acabaran de desempaquetarlo. Tiene ventanas de casa de muñecas, y grandes cristaleras en forma de arco al pie del edificio en las que se lee: "Restaurante Erdeland" La chica sonríe. El nombre suena casi élfico. No se puede estar mal en un lugar con un nombre élfico.
Pese a los grandes ventanales, no alcanza a ver el interior del local desde el coche porque se encuentra protegido del sol con espesas cortinas. Hay un parking delante del edificio, con lineas amarillas en el suelo, pálidas farolas redondas y una señal de tráfico de color azul brillante. A su lado pasa una calle sin aceras que conduce a un caserío situado al pie de una loma, unos quinientos metros más arriba. Al otro lado, un parque infantil en el que no juega nadie. La chica aparca a la sombra, en el lateral, y mira por las ventanillas del coche mientras recoje sus cosas. No percibe movimiento, pero al otro lado de los ventanales las mesas están puestas. Hay manteles blancos, y copas, y servilletas pulcramente dobladas, y platos con sus cubiertos. Se baja del coche y se dirige a la entrada principal: un zaguán amplio, que precede a un recibidor de mármol tras unas cristaleras inmensas y brillantes. Le llama la atención la tierra y la huella dejada por el agua acumuladas en el portal... y todo sigue estando terriblemente quieto. Se pregunta si hubo una tormenta antes de que saliera ese sol castigador, y no han tenido tiempo de limpiarlo. Aún así, es extraño. Los hoteles son tan pulcros... Se acerca a la puerta y presiona. Parece cerrada. No quiere que aparezca alguien y la tome por loca así que, con cierta cautela, pega sus ojos al cristal haciendo sombra con la mano. La recepción, pintada en colores pastel es una muestra bastante kitsch de lo que la gente suele considerar agradable. Hay un teléfono sobre el mostrador y algunos objetos, pero ningún recepcionista. De hecho, no hay nadie en absoluto. También ve dos enormes plantas al fondo, cerca de las escaleras. El poto se ha secado en torno a su palo, pero la de atrás aún subsiste y conserva ramas frondosas y oscuras Algunos objetos están desparramados por el suelo y dos inmensas cortinas, de color rosa y verde pálido, se arrastran por sobre baldosas de gres que aún reflejan la luz de las paredes. A la derecha la puerta del bar, comunicada con el vestíbulo, muestra una barra donde se acumulan botellas vacías, vasos y envoltorios de aperitivos. Las papeleras tienen sus bolsas blancas, hay comida en el expositor, y un grifo de cerveza. El hotel parece que estuviera habitado sí, y al mismo tiempo, que hubiera sido abandonado repentinamente. Entonces la chica retrocede, despacio, hasta que el sol vuelve a calentar su cabeza fuera del zaguán. Sus ojos se detienen en la tierra de la entrada y ve. Ahora ve: El parking completamente vacío, las malas hierbas creciendo desgreñadas entre la acera y las ventanas... La señal azul de tráfico que pone "Aparcamiento hotel" está completamente abollada.
Orina apresuradamente detrás del edificio, se limpia con una toallita higiénica y se pone otra vez al volante, aliviada, pero con evidente fastidio. Entonces se da cuenta de que no sabe cómo volver a la carretera principal. Enciende el GPS, reinicia la ruta establecida y éste en vez de hacerla retroceder la guía hacia adelante. Siguiendo sus instrucciones acelera por la misma carretera que la llevó hasta allí, dejando atrás el lugar abandonado. Poco después pasa una gasolinera a la izquierda, pero ya no tiene ganas de pararse. Está en sentido contrario y la ha visto demasiado tarde. Ahora lo que quiere es llegar a su destino. Le dan igual los labios resecos, los mosquitos en el parabrisas, el ruido de las ventanillas bajadas y el calor. Pasa la estación de servicio, cruza debajo de un puente y aparece en una línea recta de dos carriles que se adentra en un polígono industrial. Cuando adelanta el primer edificio a su derecha, un concesionario de coches, ve que tras los inmensos escaparates, el local está vacío. A su izquierda hay una nave de ladrillo con rejas de hierro en las ventanas del que cuelga un cartel: "Se vende", oscilando en el aire tórrido del mediodía. El siguiente tiene alguna ventana rota, y del que viene a continuación, un edificio achaparrado, cuelga una inmensa pancarta blanca anunciando su disponibilidad. Y las naves y los edificios vacíos se repite una vez... y otra vez... y otra.... Acaba de entrar en Erdeland.