domingo, 13 de octubre de 2013





Sin duda nadie se sentía como ella. Envuelta en plumas teñidas de azul profundo, bordada con cristales marinos de colores fríos, brillante en la noche como las luces del mundo vistas desde el espacio, sus pasos de aguja hipodérmica se marcaban, rítmicos, sobre las tapas de las alcantarillas, atravesando como si nada los vapores nauseabundos. Ni siquiera  fruncía la nariz.
   En otra persona esa nariz pudo haber sido graciosa, al igual que sus pecas ocultas por una piel artificial, tallada en alabastro: máscara que se adaptaba a sus escasas muecas. Era más bien inexpresiva. No tenía problema para disimular sus emociones porque tampoco eran muchas. Algunas, tibias, se posaban a veces sobre unas pestañas hechas con alas de cuervo. Ella las espantaba con la mano, al igual que al hedor de las entrañas de la urbe, al igual que a las moscas.
    Solía deslizarse como una canción, indiferente salvo para el dolor y la cólera, intransigente con la debilidad, más compasiva con las piedras preciosas que con los míseros seres de carne que habitaban el planeta.
    Ella, vivía en un mundo donde las banderillas y el dolor eran tolerables y la sangre de los toros se mezclaba con las burlonas lentejuelas de los matadores. En silencio, callaba una serena devoción por las clases superiores, por cierto equívoco elitismo y confundía, con amplio margen de error, el lujo con la belleza,  lo delicado con lo caro, la firma con la identidad. Valoraba lo humano por su rúbrica - mejor si estaba en letras doradas, aún más si era realmente pan de oro- y convertía las celebraciones cotidianas en eventos de exquisita elaboración y poca naturalidad.
   Todo éso era porque se trataba de una criatura artificial. Nadie lo sabía, nisiquiera ella misma, pero era una mujer joya, de esas que se prenden en la solapa, que gozan siendo prendidas en la solapa, lucidas como un pavo real alimentado con narcisos cada atardecer... ( sólo comía durante la hora bruja).
    Su cariño estaba vendido antes de encontrar quien le correspondiese, y los amables caballeros que sentían por ella una emoción confusa, parecida al amor, pronto se percataban de que la fascinación no era tal cosa y que habían sido atraídos por una especie de sonido que la acompañaba a todas partes, como un frío y nítido tañir de campanas.
   Jamás la ví escuchar música-. la música resultaba demasiado emotiva para su talla de diamante perfectamente facetado- le importaban más otras cosas, como la belleza de lo formal. Se deleitaba con cuadros y colecciones de arte frente a los que podía posarse como una mariposa, y dejarse mirar.  Desde la tarta de chocolate hasta la taza de té debían tener el aspecto idóneo que se mostraba en las antigaus estampillas que coleccionaba en un álbum de color añil. Guardado allí, en las diminutas pero selectas habitaciones de un apartamento en una zona cara de la ciudad, desde la que se podían ver las estrellas.


 Jamás entendí qué había visto en mí. Yo era tan rústica a su lado, yo estaba hecha de la madera de un roble, alimentada por la tierra, agua y las sales minerales. Yo me quemaba en el fuego, me hidrataba la lluvia despeinando mis cabellos, me sentía viva con los gusanos perforando mis entrañas y el líquen corroyéndo mis miembros.
  Yo quería envejecer en el óxido de la vida, o vivir con la absoluta certeza de mi inmortalidad sí, esa era mi máxima sofisticación, pero, de ningún modo quería ser una criatura mineral.
   Debido a su pétrea naturaleza tampoco ella podía tomar nada de mí. ¿Qué sintió? ¿Creyó por un  instante en la poesía de los árboles?, ¿pensó que echaría a andar convirtiéndome en una miniatura de plata? Quizás se hizo algunas ilusiones, quizás mi aspecto ambiguo y hermoso, de dama descalza, le hizo pensar que bajo  llos nudos había una "dama de verdad", de esas que se limpian con la punta de la servilleta como un elegante ruiseñor, que hablaría con voz melódica, que me convertiría como la florista... en un ramo de violetas.
   No, desde luego, estaba equivocada. Se dio cuenta al cabo de una luna. Sus sueños jamás se harían realidad. Yo no mido al caballo por sus encías ni por su alzada, ni por su pureza de sangre. Lo mido por lo salvaje de su naturaleza y por su fidelidad. Nunca seré una refinada aristócrata; no usaré las perlas de las sufridas ostras, no busco la belleza de un zafiro estrellado o de una aguamarina engarzada en plata. Mi piedra, como mucho, es el jaspe rojo, -eso dicen-. El granate, -eso digo-. Y no pasará jamás de semipreciosa. Porque una gema pura es demasiado cara, demasiado ostentosa. Y una gema a medias está más cerca de la belleza, -que nunca es perfecta-, y más lejos de la vulgaridad.

   Así que, una noche, ella se envolvió en su abrigo de visón teñido y continuó su camino tras un breve estío en el salón de mi casa. Sucedió así: me miró con sus ojos grandes e impávidos y se calzó los tacones brocados de lapizlázuli,  colgó en sus lóbulos los zafiros de estrella, el bolso con turmalinas, la peineta de caparazón de tortuga... y salió.
    La vi bajar por los adoquines de la calle sin mirar atrás, y podía percibir su decepción desde el segundo piso. La sentía en toda mi piel mientras mil voces interiores me susurraban: "te lo dijimos", "se lo advertimos"... "ella lo sabía, tenía que saberlo, no es posible que no lo intuyera".
  Y tal como vino se fue.
 Me aportó algunas cosas buenas,
quisiera pensar que yo le aporté otras.
 No lamenté el final de algo anunciado; simplemente había dejado que se acercara,
 que me catara, que olfateara mi alma. Estaba segura de que resultaría demasiado húmeda para su paladar acostumbrado a masticar  piezas de nacar.
  Me escupió al poco.
Yo no era digerible.
No volví a verla.
O sí, ¡qué más da!


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