domingo, 13 de octubre de 2013

Esperanza de Aloe... y una pizca de Vera


- No sabes... el miedo que tengo de perderla...
- ¿A quien?- le pregunté.
- A ella. A la esperanza.
Y antes de que pudiera insistir, sus ojos verdes se perdieron en la ventana y comenzó a hablar. Era vieja, y vestía con un camafeo italiano, y se apoyaba en un bastón de nogal irlandés, y bajo sus pies había cojines y alfombras traídas del desierto.
  -Tengo miedo porque me prometí a mí misma que no habría próxima vez. No, con ninguna mujer.; Sólo hombres en mi corazón. Los hombres son fiables, los entiendo, me comprenden, nos parecemos, nos amamos, nos conocemos. Los hombres no me arrancan miradas de desconcierto, no me incitan a escribirles canciones. Pero ellas... el mayor daño de mi vida me lo han causado ellas. Siempre fueron ellas. Amigas, o primas, o tias, o madres, o... simplemente ellas. El día en que Erin desapareció, con ella desapareció el verde de Irlanda, desapareció el trebol de cuatro hojas, desapareció la hermana que no tuve, y desapareció mi interés por confraternizar con el mismo sexo. Pero yo era mayor y estaba casada, no había muchos hombres que quisieran acercarse y, por mi trayectoria, sí, un enjambre de abejas  hembra que, con alas doradas, rondaban mi cabeza de modo constante. Alguna vez permití que una de ella fuese, por breve tiempo, abeja reina. Pero sin más, de igual modo que si le alquilase el panal y la celda.
 Hasta que un día la encontré. No brillaba más que las otras. No tenía la intención de hacerlo. No quería destacar, y era pequeña, tan pequeña y estaba tan lejos, que no sé cómo llegué a verla.Y vivía en una isla. Y quise traerla. Y cuando la escuché hablar mis ojos se anegaron de lágrimas, y la quise sin más. Esas cosas, esas cosas no se controlan, ¿sabes?...- Sus ojos se plegaron con cansancio y en paz. Aunque antaño hubieran sido penetrantes ahora su visión era nebulosa. Se giraron hacia mí y descansaron un momento sobre la princesa de juguete que sostenía entre mis manos. La solté, como si por manosear sus cabellos le estuviera quitando algo de atención. Porque ella, la vetusta y venerable,  te miraba como si mereciese toda la atención del mundo y no le hubiera sido concedida. Y entonces te sentías como si le estuvieras robando. Sólo cuando me quedé quieta continuó hablando.

-Sí, la quise como se quiere a un pequeño ser antes de que haya nacido. La voz de mi marido fue cruda y seca cuando me recomendó que no la idealizara.
¿Idealizarla? No. Aquella chiquilla no podía tener más defectos. No podía estar más equivocada, no podía estar más perdida; pero creo que la quise por todo ello.  Las malas contestaciones, los silencios inexplicables, los sentimientos no descritos, las cosas que no se dicen y se acumulan, todo ello resultaba soportable como se le soporta a la familia, porque están ahí y han crecido en torno nuestro.
    Tanto es así que me devolvió la esperanza. Me devolvieron la esperanza nuestras risas cómplices, su capacidad para tomar partido y apoyarme, y despegarse de quienes no me querían bien. Su entrega y el amor con que hacía las cosas y la amistad extrañamente tendida como una balsa sobre los años, que me salvaban del naufragio de la edad. Su ternura endurecida por arrancarse con las uñas las costras en el alma, por una piel dura como la tierra que trabajaban sus manos, sácándole la carne al picón que se desprendía de la montaña. Porque aquella chiquilla de sensibilidad delicadísisma, auténtica hasta el error de no saber fingir cuando debiera, había crecido en la cúspide afilada de un barranco, dedos sobre grietas que se desbrozaban hacia el mar. Rústica y caliente, la tierra volcánica le daba aquella dulzura como de vino y aquel amargor como de rosas que componen el equilibrio de un ser completamente natural. Un aplanta de Aloe Vera parece hiriente por fuera y, sin embargo, al abrirla,. su jugo calma la piel más irritada y sutura las heridas. No voy a decir que supiera consolar, sino que heberla encontrado era un consuelo. Una última flor tardía, viva y amarilla, entre las formas agrestes de la lava.
Y sí. tengo miedo de perderla.- Dijo mirando al horizonte que se perdía verde, tras las ventanas.
-  Pero: ¿a ella o a la esperanza? prengunté-. Y la Venerable tendió su mano sobre mi pelo, acariciándolo, con una sonrisa dulce.
- Ambas cosas. Ambas, porque la esperanza puede ser una persona y una persona contener toda la eperanza que nos queda. Y lo más doloroso es que yo sé, y sé porque el tiempo me ha enseñado, pero de otro modo no lo hubiera creído, que aunque distintas, éramos iguales, y sus errores y sus defectos, muy parecidos a los míos. Quizás porque en sus ojos aún veía la fuerza de las ilusiones, quizás porque en ella veía una segunda oportunidad para mí misma, quizás porque a través de su juventud sentía que yo misma volvía a vivirla, mi corazón se abrió antes de que yo pudiera cerrar sus puertas y un manantial de lágrimas irrecuperables, las de alguien que se desprende al fin de años de tensión, se derramaron frente a ella. Aquella muchacha era como una redención, como la última belleza percibida antes de cerrar los ojos para siempre, como la última cena que se concede a quien van a ejecutar. Creo que en ella puse todo el fuego de juventud que me quedaba, mis últimas cerillas tratando de ampliar la oscuridad, la última cuenta atrás. Y yo sé, como te decía, porque el tiempo me lo ha dicho, cuales fueron mis errores y aún así me faltará tiempo para descubrir todos los que aún cometeré.
... Es tan joven...- dijo tras un rato de silencio - Es tan joven que temo encontrar en su mirada esa fria despedida que resulta de la decepción. Porque cuando aún eres una flor miras a las otras que tienes a tu lado y esperas que brillen bajo el sol; esperas de los nudosos árboles que sus leños te soporten y que sus anillas le confieran la sabiduría que aún no tienes; pero con la misma pasión con que el cielo te calienta los ojos, las nubes enfrían tu alma; y es fácil no tener paciencia, y entenderlo todo mal; y lo que al viejo le molesta por maniático, al joven le molesta porque no sabe soportar.
        Es tan joven, y está tan lejos, y a veces son tan frecuentes nuestras palabras y otras tan largos nuestros silencios...  Fueron tan intensos los días y tan frías las despedidas.... que a veces temo; que a veces me susurro a mí misma que no debo confiarme, que no debo entregar mi cariño, pero es un imposible. No puedo contenerlo. ¿Sabes por qué?

 Sus pupilas verdes contemplaban de nuevo el paisaje más allá de la ventana. Un paisaje donde se mezclaban praderas amarillas, de tréboles florecidos entre rudos encinares con palmeras y tuneras de hoja plana e higueras retorcidas. Un jardín, sospeché, compuesto de recuerdos de todas las personas y los lugares de su vida.
Negué con la cabeza. Parecía que ella lo estuviese esperando. Sólo entonces contestó.

Porque como todo lo que se regala, el amor no nos pertenece. Una vez que le das tu cariño a alguien, no puedes quitárselo, ni ella puede devolvértelo.



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