domingo, 13 de octubre de 2013

Cadenas Trenzadas

Ella se fue, y sus caderas ondulaban haciendo el signo de infinito a cada paso.
Se fue y dejó en el parque, de recuerdo, una imagen de satén color púrpura dibujando cintas en el suelo. Arrastraba la falda como una reina sobre las colcha de ojos verdes; fue la última vez que a vimos caminar.
   Caminar.
Caminar es su tesoro, el movimiento que reverbera en las distancia con frecuencias inaudibles,  pero que se queda en la memoria, agarrada a las paredes de la mente.

Primero, antes que su cuerpo, se marchó su pelo. Su pelo era el portal de los secretos que habitaban en  los huecos de su mundo. Ella era una mujer con dos personalidades, dos seres repartidos en dos mitades. Parte de cada una estaba dentro de su cuerpo, en las ondulaciones de su vientre musculado; Parte de cada una estaba dentro de esa marejada que era su extensa cabellera.
     Su pelo era una institución inevitable a quien ella consultaba las más graves decisiones. Nunca se acostaba sin cepillarlo y comentar las anécdotas de cada día. Durante años, aquellos  en los que  no sentía que pudiera entregarse al mundo, mientras deambulaban sus cascabeles por países incontables, había sido su único compañero. Con él atravesó los charcos y las tierras húmedas de Pekín;  Con él, proyectó sombras difusas en las calles de París, y con él pasó bajo el arco del triunfo como una reina altiva y solitaria.
       Su pelo era pues, casi tan largo como la mitad de ella misma, y en su mata de rastrillos y rastrojos escondía los recuerdos y custodiaba los depósitos millonarios de su alma. Pero un día se dio cuenta. No era demasiado largo, sino demasiado pesado, demasiado poderoso, más que su corona imaginaria.  Entre las hebras castañas y los bucles de cáñamo habían crecido llaves y candados, y sólo el pelo sabía qué llave abría qué cerradura y tras qué cerradura se hallaba esta emoción o aquel recuerdo.  La cabeza le pesaba, le dolía y a veces necesitaba apoyarla en las dos manos para sostenerla. Su pelo ya no le aconsejaba, más bien dictaminaba si era conveniente para ella tal afecto, tal amigo, tal vestido.
    No pudo más. Las cerdas del cepillo ya no atravesaban la cascada; los nudos golpeaban su espalda con la violencia de un cilicio. Trenzarlo  resultaba imposible. Como leños endurecidos por la intemperie aquel pelo resultaba cada vez más fuerte, más rígido.  Las puntas se le abrían: heridas florecidas. Casi le dolían los bucles desmadejados y llenos de contracturas. La navaja no los cortaba. Ni siquiera podarlos era concebible.
    Tan grande fue su rabia y su impotencia que de un golpe clavó las tijeras en el espejo, allá donde tropezaba con su propio rostro. Las grietas chillaron al resquebrajarse el cristal; y desde el otro lado pudo ver que entre los candados y las llaves colgaban ya gruesas cadenas. Unas de acero, otras más finas aún, de bronce o de un cobre apagado. Quizás algunas eran blandas, de níquel, o de plata. Entonces supo que debía de hacer algo. 




Algo.
Aunque fuese atroz, aunque fuese irreversible, aunque fuese la última de las posibilidades y tuviese la más terrible de las consecuencias; aunque en otra ocasión lo hubiese considerado fuera de todo cálculo.
    Bajó las escaleras hasta el taller de bricolaje y extendió la dura cabellera sobre la mesa. Inclinó la cabeza boca abajo con la reverencia y la aceptación de una soberana… y conectó la radial. Las chispas saltaron y un olor de hierros quemados, miles de luces y chillidos  brotaron de aquella mutilación fríamente meditada. Meditada sí, en unos escasos segundos que no hubieran sido más certeros de haberse prolongado. Al fin y al cabo, ya no tenía a quién consultar.  Cuando la máquina terminó su descenso, permaneció cabizbaja, con el cuello tenso, como si aún soportara la carga, como si la retuviera atada. Finalmente la sensación de vértigo se fue mitigando y la reina indultada se irguió. ¡Qué poco le costaba ahora! Sobre la mesa, la cortadora aún humeaba, y troceado, el poder estaba muerto. Ella esperó. Había imaginado que quizás tenía ya vida propia; que quizás  se volvería contra ella y como un pulpo de acero trataría de asfixiarla; por eso en una mano, desde antes de empezar, aferrada y agarrotada por la fuerza, sostenía un hacha. Pero nada pasó, aparte de las horas. El sol se había desplazado un metro hacia el oeste a través de las ventanas cuando ella se dio cuenta de que estaba contemplando un ramo de cabellos.  Un ramo de pelo, en el que pelo quedaba poco, más bien alambres y cadenas de rosario, y cadenas de joyas, y cadenas de barco.  Aliviada, sin nadie a quien dar cuentas de sus actos en el futuro, acarició su largo cuello y su nuca despejada. Ahora sí, pequeños caracoles  castaños y flexibles se enroscaban en sus dedos con un hilo de seda como el que dejan en las plantas.
Irregular, salvaje como su forma de ser, indómita como el camino que le quedaba recorrer, sus pies la guiaron hacia el norte.
  No era ya una reina desterrada. No una reina sin tierras, no, el suyo era un reino inmaterial, era un reino hacia adentro, y todas las galerías y cavernas de su mente y de su cuerpo ahora le pertenecían. Y todas y cada una de esas partes era suya y era libre de hacer con ellas lo que mejor le pareciera. Lo que conocía volvía a ser suyo, y lo que no conocía, bueno, ese era un camino que tenía que hacer por fuera para poderlo encontrar por dentro. Por de pronto y hasta donde uno puede imaginar, la extensión de su reino era infinito.

   Hacia el norte; lejos, bien lejos…  lejos de ataduras aceradas o leñosas, lejos de las cuentas de rosarios que se crían entre malvas en España. Dicen que ahora baila su danza del vientre sobre superficies de hielo; que despliega las plateadas alas de Isis en el invierno; que la han visto cubierta de velos sobre lagos helados, danzando descalza. Y dicen que los peces y las ranas y los sapos, y las algas y las flores cristalizadas se confunden al calor de sus pies y esperanzados creen estar contemplando la primavera. Se equivocan; nada hay en la reina que prediga una estación, la libertad de un  tiempo o  la esclavitud de un cielo; Dicen también que  cuando cuando quiere saber algo, danza con una calavera que responde al nombre de Yorick. Pero esa calavera que nadie ha visto, yo sé, que  sólo contesta con eco y sólo obedece ante preguntas retóricas… así que dudo mucho que sea verdad.
    Yo  más bien creo, que baila, y cuando baila le pregunta a su cuerpo.     
  Y esté donde esté, sustituyó el silencio con un cinturón de cascabeles  que suena como sonaban sus cabellos, dando música a sus pasos al son de sus caderas, que dibujan  al moverse bellas cintas de Moebius.
                                                                                                                       M. Dal Bo, 6-2012


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