miércoles, 13 de noviembre de 2013

Pútrida


La encontró como un regalo, esperándole junto a su lecho. Tenía las manos blancas y el cuerpo pálido. El rostro, ligeramente húmedo, reflejaba la luz del fuego como una perla. Sus ojos eran brillantes, color miel, y en ellos había una pasión febril que no revelaban sus labios cerrados, tan rojos. El cabello llovía como una ola por su espalda y en sus mejillas había rubor. Silenciosa, dispuesta bajo el tibio camisón, todo en ella parecía decir: Soy la belleza, tómame.
   Hicieron el amor hasta agotarse, él. Ella, parecía no tener fin en su pasión. Su piel, su carne, el intrior de su cuerpo era tan caliente como nada que él hubiera amado antes. No cambiaron una palabra, solamente se miraban . Apenas se besaron, su boca, la de ella, a él le supo a sangre. Y pasó la noche, y estaba a punto de amanecer cuando inflamado de inspiración, él quiso decirle: "te amo".
  En ese momento ella abrio los labios, pareció que iba a responderle. Se inclinó ligeramente mientras los ojos de él la seguían expectantes y ella dejó caer suavemente la cabeza, como en una renuncia, un desmayo. Algo húmedo y caliente rozó el vientre, la boca de él. Algo con sabor acre, algo viscoso. Cogió la cabeza de ella con las manos y echó hacia atrás el pelo, retirándolo de su rostro donde las velas pudiesen iluminarlo. Sangre. De la boca de ella, en un hilo fino, ininterrumpido y no del todo líquido, manaba una sangre oscura, sucia, que se derramaba sobre el cuerpo de él. Ella emitió un estertor ronco y vomitó una nueva burbuja enngrecida  sobre el pecho de su amante. El hombre pegó un grito, saltó de la cama, se apartó cuanto pudo, contra el quicio de la puerta pidiendo auxilio: llamaba a la guardia de palacio, a su ayudante de cámara, a los médicos.
   La mujer, que por un instante pareció inconsciente sobre el lecho, se incorporó apoyándose en la palma de las manos, los codos levantados en un gesto arácnido, un movimiento lento, ejecutado con esfuerzo y decisión para poder sostenerse a sí misma,. Su cabeza delicada, oculta por el pelo fue despejándose al buscarle. Aparecieron sus ojos, brillantes y febriles una vez más, y él supo que ella era plenamente consciente de todo. Una mueca se dibujo, como una sonrisa torcida, en su boca ensangrentada al contemplarle...

lunes, 14 de octubre de 2013

De la cama al sofá


De la cama al sofá, ida y vuelta.
Y no porque esté enferma,
Y no porque pase nada.
Más bien porque no pasa nada.
De la cama al sofá porque es el único sitio al que debo ir por la mañana. Es mi lugar de trabajo.
Es el único sitio del que debo regresar por la noche.
De la cama al sofa me separan cuatro metros de madera, cinco metros de piedra recubierta, y siete escalones. Del sofá a la cocina tres metros de baldosa. Del sofá al estudio, tres metros y tres escalones.  Del sofá al baño es la distancia más larga: dos metros de corcho, tres de baldosa y dos de madera. Si  tengo algo de suerte me toca poner una lavadora y recorro cuatro metros más, un par de veces al día. Del sofá a la lavadora, unos cinco metros; de la lavadora al jardín, tres y vuelta hacia adentro.
 Más allá de eso, puedo ir a comprar algo a la tienda del pueblo.
Si tienen algo que yo necesite. (No venden alimentos perecederos)
Si tengo algo de dinero en el bolsillo. ( Más de cinco euros, que con menos no compro nada)
Eso supone caminar doscientos metros. Cien de ida y Cien de vuelta.Y me quejo de que es cuesta arriba.
 Un día hubo suerte y la tienda estaba cerrada.- la dueña se había ido a pasear-, tuve que volver más tarde y en lugar de doscientos metros caminé cuatrocientos.
Puedo caminar por el campo, pero ya lo conozco todo, y me aburre.
Los días que más suerte tengo, son aquellos en los que bajo a Madrid. Lastima que no suele ser por ocio, sino por trabajo, y siempre voy con prisas. Así que, para que me de tiempo a todo, dejo el coche en el parking, lo más cerquita posible y en el punto intermedio de todos los lugares donde voy a comprar materiales. El parking me deja a ciento cincuenta metros de las mercerías... si no encuentro lo que quiero en una, puedo caminar veinte metros hasta la segunda, cuarenta hasta la última de la calle. Si tengo que comprar tejidos de relleno haré otros cien metros en el mismo sentido. ¡Qué bien, a la vuelta son doscientos! Luego dejo las cosas que pesan en el coche. (Las telas pesan mucho cuando llevas varios metros y son gruesas) y me dirijo hacia el otro lado. Desde la izquierda del parking hasta la tienda de manualidades hay unos treinta metros. Setenta hasta la tienda de tejidos más cara, pero suelo ir primero a la tienda barata, lo que supone unos treinta metros más. Y hacemos cien. De nuevo cien. Cien de ida, y cien de vuelta. La única esperanza que me queda es tener que ir a comprar artilugios para cinturones y cuero, o cierres de gargantillas y collares. En ese caso debo hacer doscientos metros más de ida y vuelta. Pero casi nunca me da tiempo a hacer tantas cosas en un día. En las tiendas hay señoras con todas las horas de la tarde para gastar, y que piden todo tipo de cosas, y que, como yo, quieren que el vendedor dedique  tiempo y paciencia  a solucionar sus problemas.
  Y yo debo irme. Debo irme pronto, porque estamos en Madrid, y el parking cuesta muy caro, así que trato de abandonar las tiendas lo antes posible, y rescatar el coche. Y en ese momento, en cuanto me siento al volante, -o en el asiento del copiloto- se acabó todo. Otra vez sentada.
 Y otra vez en casa. Y otra vez al sofá. Porque casi todo mi trabajo se hace sentada. Coser se cose sentada, dibujar se dibuja sentada. Escribir se escribe sentada. Ahora mismo estoy escribiendo, los pies me pican un poco de tenerlos encogidos. Y eso sucede cuando pasas mucho tiempo en la misma postura. Mover tu trabajo por internet, también se hace sentada. Algo contradictorio, eso de mover sin moverse uno. ¡Qué desperdicio!
Pero decía que regreso.
Del coche aparcado hasta la puerta de casa, hay apenas un metro. De la puerta de casa hasta el sofá quizás haya diez. Podría subir hasta la habitación a desvestirme, pero como he caminado toda la tarde, estoy agotada. Aprovecho que mi habitación está situada en un altillo,- no más alto que algunas cabezas humanas-, y que no hay pared que lo separe de la entrada. Me quito las botas, y el vestido, y el sujetador,  y lo lanzo todo para arriba. Total ya lo recojo cuando suba a acostarme. La ropa de andar por casa, está a un metro y medio de mí, en la bolsa de tela  que, expresamente para esto, hay en el baño. Cenamos en el sofá. (En esta casa no cabe una mesa). Vemos las películas en el sofá. Y luego nos acostamos, eso sí, arriba, en el altillo.
  Hoy he pensado en recoger moras. Pero no me he asomado lo suficiente para saber si aún quedan. Ya octubre está a medias. Y lo cierto, lo más cierto es que no sé qué me apetecerá hacer esta tarde. Quizás esté cosiendo y me duela interrumpir la costura, quizás a la hora de salir me encuentre editando fotos... ¿Quien sabe todo lo que puede pasar de aquí a las seis de la tarde?
Las intenciones de caminar están. Veremos como salen los planes.

domingo, 13 de octubre de 2013

Una chica llamada Noche Urbana

  Imaginaba. Yo nos imaginaba...  trotando en  un land rover contra el viento... cruzando páramos , durmiendo en calas profundas al abrigo de un fuego cálido. Siempre en compañía de muchachos de los que nos burlábamos. Cómplices, locas con ojos brillantes... Y luego, cada una desaparecía en las sombras con la tersa piel de un joven doblándose en sus brazos.      
   Reunirnos de nuevo por las mañanas al borde del agua, y comentar los más y los menos; y que envidiaran, que sintieran que la cama con ellos no alcanzaba las profundidades oceánicas de nuestra confianza.
 Yo nos imaginaba cruzando Europa, arrebujadas en el sillón de enfrente con una manta. Agotadas, viviendo el traquetear del vagón rumbo a la bohemia de otra ciudad. Aún presentes los besos de los mancebos que los kilómetros dejaron atrás. Ellos, solos. Nosotras, juntas. Ellos con ojos húmedos en la estación. Nosotras recordando el sonido de sus voces, el trobar de sus palmas.
 Yo nos imaginaba.
Sí, un domingo de rastro nos imaginaba. Juntas en torno a una mesa planeando nuevas travesuras con que desconcertar a nuestras presas. De noche en la ciudad, llevándoles de la mano por intrincados callejones. Acorralarlos, devorarlos, marcharnos, escondernos y reírnos de su absoluto desconcierto.

 Nada fue como Yo imaginaba.

    Creía que tenía una amiga.
Los sueños son sueños.
Tenía un sueño que era mi amiga, y a la que en principio llamé "Noche Urbana".
     .
   Ella era "Desazón", pero quise llamarla "Capitán Morgan". Trataba por entonces de darle a cada cual una existencia más placentera que la de la común vida mortal:  Inventé para mi amiga una identidad pirata.
 Ojos oscuros, -risueños pero fuertes-, tenía. Firme la sonrisa, aceitunada la piel, herencia lejana de antiguos beréberes que descendieron del Atlas. Nativa del atlántico, de una gigantesca nave que viaja en el tiempo camuflada como el jardín de los Platónicos. Fuente de energías telúricas que encajan el alma en sus volcanes y te ata a su cubierta con manos ásperas, hirientes y mordaces como cabos húmedos de sal.
   Desazón llevaba el pelo rizado,  y caía sobre su frente que yo había vestido con pañuelos estrafalarios de vivos colores. No conducía una barca, sino una motoneta, y luego una moto de verdad, y luego la furgoneta de sus padres para repartir queso herreño por los bares de las islas. Durante 13 años compartimos confidencias, amantes y algún beso curioso que no supo a nada. (Lo erótico tuvo lugar en su hermano, al que siempre había deseado. Lo erótico tuvo lugar con alguno de mis amantes, alguno de los que yo había abandonado).
    Ella... ella componía el camino de mis anhelos... Dar la vuelta al mundo juntas, ser míticas... oh, si, tenía casi veintisiete años y yo seguía soñando con eso desde hacía doce... Trece años de amistad. No superamos aquel número fatídico. El viaje que yo siempre había soñado, no fue al amado Sahara, no fue a Marruecos, no fue a Europa, A todos esos sitios se fue con otras personas de riqueza más prosaica. No fue conmigo, que sólo podía viajar en la mente con la fantasía de volar sobre el agua.
   Ahora sé, tanto tiempo después, que el mundo poco vale la pena en comparación con lo que imaginaba. El mundo, -todo lo que no tiene de pobre-, lo tiene de igual. El mundo se ha convertido en un lugar monótono  donde los hombres moran. Pero entonces aún vivia de esperanzas y ella las protagonizaba.
 El tiempo nos ganó. Los hombres nos separaron.
Nos alejaron los prejuicios.
 La admiración se convirtíó en una leve pátina de magia debilitada. Y su barco de guerra perdió las anclas. Se hundió en las brumas. Sólo quedó la chica de la furgoneta blanca que repartía quesos, que quería ser rebelde. La chica que estudió psicología, que se casó con un cuerpo de seguridad del estado,  y que puso a su hija un nombre Amable.


    No sé nada de ella.
Hace unos años volvió.
Quería perdonarme la vida por haberla abandonado.
¿La abandoné yo?
 Sí, lo hice, pero porque ella me había olvidado mucho antes.
No le permití que me perdonara.
No había nada que perdonar.
Ella no reconocía lo propio y me decía que tardaría mucho tiempo en volver a confiar en mí...

Dejé que se marchara.
Ella, y su barca de ideas convencionales.
Ella y su progresismo barato de feminista universitaria.
Ella y su "ser mamá".
Ella, y su falta de entendimiento de mi naturaleza.
La dejé que... Lo cierto es que no quería que volviera.
 ¿Porqué volvió?
Durante años soñaba por las noches con ese retorno. Y un día sucedió.
Me escribió. Quiso saber porqué su mejor amigase había apartado.
Se lo expliqué. No lo entendió. Me dijo que sentía que lo hubiera vivido así, pero que ella no había hecho nada.
No voy a explicar qué me hizo.
No escribo para criticarla.
 Escribo sobre las mujeres de mi vida porque hacerlo es como frotarme con  piedra pomez para limar mis escamas.
 No importa qué fue lo que me dolió durante tantos años. Importa, si acaso, que ella se lavase las manos. Que no admitiese nada.
 Asi que volvió a marcharse.
   ¿Olvidarla? ¿Cómo sería posible tal cosa? No, no podría olvidarla. No podré nunca.
Las cicatrices son bellas marcas.
Quiero conservarlas.





Sin duda nadie se sentía como ella. Envuelta en plumas teñidas de azul profundo, bordada con cristales marinos de colores fríos, brillante en la noche como las luces del mundo vistas desde el espacio, sus pasos de aguja hipodérmica se marcaban, rítmicos, sobre las tapas de las alcantarillas, atravesando como si nada los vapores nauseabundos. Ni siquiera  fruncía la nariz.
   En otra persona esa nariz pudo haber sido graciosa, al igual que sus pecas ocultas por una piel artificial, tallada en alabastro: máscara que se adaptaba a sus escasas muecas. Era más bien inexpresiva. No tenía problema para disimular sus emociones porque tampoco eran muchas. Algunas, tibias, se posaban a veces sobre unas pestañas hechas con alas de cuervo. Ella las espantaba con la mano, al igual que al hedor de las entrañas de la urbe, al igual que a las moscas.
    Solía deslizarse como una canción, indiferente salvo para el dolor y la cólera, intransigente con la debilidad, más compasiva con las piedras preciosas que con los míseros seres de carne que habitaban el planeta.
    Ella, vivía en un mundo donde las banderillas y el dolor eran tolerables y la sangre de los toros se mezclaba con las burlonas lentejuelas de los matadores. En silencio, callaba una serena devoción por las clases superiores, por cierto equívoco elitismo y confundía, con amplio margen de error, el lujo con la belleza,  lo delicado con lo caro, la firma con la identidad. Valoraba lo humano por su rúbrica - mejor si estaba en letras doradas, aún más si era realmente pan de oro- y convertía las celebraciones cotidianas en eventos de exquisita elaboración y poca naturalidad.
   Todo éso era porque se trataba de una criatura artificial. Nadie lo sabía, nisiquiera ella misma, pero era una mujer joya, de esas que se prenden en la solapa, que gozan siendo prendidas en la solapa, lucidas como un pavo real alimentado con narcisos cada atardecer... ( sólo comía durante la hora bruja).
    Su cariño estaba vendido antes de encontrar quien le correspondiese, y los amables caballeros que sentían por ella una emoción confusa, parecida al amor, pronto se percataban de que la fascinación no era tal cosa y que habían sido atraídos por una especie de sonido que la acompañaba a todas partes, como un frío y nítido tañir de campanas.
   Jamás la ví escuchar música-. la música resultaba demasiado emotiva para su talla de diamante perfectamente facetado- le importaban más otras cosas, como la belleza de lo formal. Se deleitaba con cuadros y colecciones de arte frente a los que podía posarse como una mariposa, y dejarse mirar.  Desde la tarta de chocolate hasta la taza de té debían tener el aspecto idóneo que se mostraba en las antigaus estampillas que coleccionaba en un álbum de color añil. Guardado allí, en las diminutas pero selectas habitaciones de un apartamento en una zona cara de la ciudad, desde la que se podían ver las estrellas.


 Jamás entendí qué había visto en mí. Yo era tan rústica a su lado, yo estaba hecha de la madera de un roble, alimentada por la tierra, agua y las sales minerales. Yo me quemaba en el fuego, me hidrataba la lluvia despeinando mis cabellos, me sentía viva con los gusanos perforando mis entrañas y el líquen corroyéndo mis miembros.
  Yo quería envejecer en el óxido de la vida, o vivir con la absoluta certeza de mi inmortalidad sí, esa era mi máxima sofisticación, pero, de ningún modo quería ser una criatura mineral.
   Debido a su pétrea naturaleza tampoco ella podía tomar nada de mí. ¿Qué sintió? ¿Creyó por un  instante en la poesía de los árboles?, ¿pensó que echaría a andar convirtiéndome en una miniatura de plata? Quizás se hizo algunas ilusiones, quizás mi aspecto ambiguo y hermoso, de dama descalza, le hizo pensar que bajo  llos nudos había una "dama de verdad", de esas que se limpian con la punta de la servilleta como un elegante ruiseñor, que hablaría con voz melódica, que me convertiría como la florista... en un ramo de violetas.
   No, desde luego, estaba equivocada. Se dio cuenta al cabo de una luna. Sus sueños jamás se harían realidad. Yo no mido al caballo por sus encías ni por su alzada, ni por su pureza de sangre. Lo mido por lo salvaje de su naturaleza y por su fidelidad. Nunca seré una refinada aristócrata; no usaré las perlas de las sufridas ostras, no busco la belleza de un zafiro estrellado o de una aguamarina engarzada en plata. Mi piedra, como mucho, es el jaspe rojo, -eso dicen-. El granate, -eso digo-. Y no pasará jamás de semipreciosa. Porque una gema pura es demasiado cara, demasiado ostentosa. Y una gema a medias está más cerca de la belleza, -que nunca es perfecta-, y más lejos de la vulgaridad.

   Así que, una noche, ella se envolvió en su abrigo de visón teñido y continuó su camino tras un breve estío en el salón de mi casa. Sucedió así: me miró con sus ojos grandes e impávidos y se calzó los tacones brocados de lapizlázuli,  colgó en sus lóbulos los zafiros de estrella, el bolso con turmalinas, la peineta de caparazón de tortuga... y salió.
    La vi bajar por los adoquines de la calle sin mirar atrás, y podía percibir su decepción desde el segundo piso. La sentía en toda mi piel mientras mil voces interiores me susurraban: "te lo dijimos", "se lo advertimos"... "ella lo sabía, tenía que saberlo, no es posible que no lo intuyera".
  Y tal como vino se fue.
 Me aportó algunas cosas buenas,
quisiera pensar que yo le aporté otras.
 No lamenté el final de algo anunciado; simplemente había dejado que se acercara,
 que me catara, que olfateara mi alma. Estaba segura de que resultaría demasiado húmeda para su paladar acostumbrado a masticar  piezas de nacar.
  Me escupió al poco.
Yo no era digerible.
No volví a verla.
O sí, ¡qué más da!


Gata Roja

Hay en mi vida, una gata roja. Aparece con frecuencia; arrastrándose por los tejados con sus pequeñas garras. La gata roja percibe que la vida tiene tres dimensiones (una más de la que se suele pensar) está el blanco, está el negro, y está el rojo. Eso aparte de todos los grises intermedios...
     De algún modo se restriega contra las piernas de todo el que la ve, pero sin tocarlos. Se desliza por un pequeño limbo que le pertenece solo a ella. Causa estragos a su alrededor con un perfume como de celo permanente que nunca se concreta. Habla de ello con un cigarrillo en la mano y un triángulo oscuro bajo la falda dimminuta. Es como si toda ella fuera un pequeño volcán empapado en espuma blanca, que nunca se seca.
   A veces voy a verla. Me siento, la escucho, me recuerda algunas facetas de mí misma que la edad me obliga a dejar atrás. Es alegre y triste a la vez. Triste porque alguna vez yo fui así, y porque estoy dejando de serlo; y esa sombra, ese miedo a dejar atrás la etapa de la vida en la que la seducción fue mi arma más poderosa, me persigue desde los treinta. Tres años más de los que tiene ella; ella, que parece una eterna adolescente. La gata roja parece protegida de todos los excesos. Tiene siete vidas y las gasta poco a poco. Le duran tanto que aún está en la primera, cuando ha sobrepasado el primer cuarto de su vida.  Su cuerpo es perfectamente alargado, como criatura nacida en una gravedad ligera. Apenas una mujer, más gata que mujer, por la que no pasa el tiempo demasiado rápido. Quizás cruza de una dimensión a otra.
     Podría ser una sacerdotisa poderosa, pero prefiere pasear con forma de felina bajo la luna por las azoteas, ronronéandole al amor. No puede estar sola. Es tan delicada, es tan frágil; es de un cristal de bohemia que aún se talla con las manos estando caliente. Es una pequeña copa que yo usaba para beber absenta.
     Para escuchar debe salir de su limbo, y cuando lo hace, se inquieta. Se acuerda de que ha cerrado la ventana y que el humo se acumulará en la habitación. Se acuerda de mirar el movil, se acuerda de sonarse la nariz, se acuerda de que tiene que ir al baño; sus ojos  verdes se dispersan. Como cualquier felino, se sienta sobre la revista que estás leyendo con gesto coqueto, te mira con pupilas enormes, expectantes, silenciosa, esperando a que tu atención vuelva a desviarse hacia ella.
   La gata roja es muy hermosa. Le cuesta detenerse en algunas cosas, y se engancha profundamente en otras. Su mundo está lleno de flores jugosas. La sequedad no existe, la sequedad de los otros se queda fuera de su mundo térmico. Por eso uno tiene que ir a visitarla, de vez en cuando, alguna vez te visita ella, pero cuando vas y cuando vienes, regresas con lo mismo con lo que te fuiste; quizás... con un poco  más de ternura y un poco menos de autoestima.
       

Esperanza de Aloe... y una pizca de Vera


- No sabes... el miedo que tengo de perderla...
- ¿A quien?- le pregunté.
- A ella. A la esperanza.
Y antes de que pudiera insistir, sus ojos verdes se perdieron en la ventana y comenzó a hablar. Era vieja, y vestía con un camafeo italiano, y se apoyaba en un bastón de nogal irlandés, y bajo sus pies había cojines y alfombras traídas del desierto.
  -Tengo miedo porque me prometí a mí misma que no habría próxima vez. No, con ninguna mujer.; Sólo hombres en mi corazón. Los hombres son fiables, los entiendo, me comprenden, nos parecemos, nos amamos, nos conocemos. Los hombres no me arrancan miradas de desconcierto, no me incitan a escribirles canciones. Pero ellas... el mayor daño de mi vida me lo han causado ellas. Siempre fueron ellas. Amigas, o primas, o tias, o madres, o... simplemente ellas. El día en que Erin desapareció, con ella desapareció el verde de Irlanda, desapareció el trebol de cuatro hojas, desapareció la hermana que no tuve, y desapareció mi interés por confraternizar con el mismo sexo. Pero yo era mayor y estaba casada, no había muchos hombres que quisieran acercarse y, por mi trayectoria, sí, un enjambre de abejas  hembra que, con alas doradas, rondaban mi cabeza de modo constante. Alguna vez permití que una de ella fuese, por breve tiempo, abeja reina. Pero sin más, de igual modo que si le alquilase el panal y la celda.
 Hasta que un día la encontré. No brillaba más que las otras. No tenía la intención de hacerlo. No quería destacar, y era pequeña, tan pequeña y estaba tan lejos, que no sé cómo llegué a verla.Y vivía en una isla. Y quise traerla. Y cuando la escuché hablar mis ojos se anegaron de lágrimas, y la quise sin más. Esas cosas, esas cosas no se controlan, ¿sabes?...- Sus ojos se plegaron con cansancio y en paz. Aunque antaño hubieran sido penetrantes ahora su visión era nebulosa. Se giraron hacia mí y descansaron un momento sobre la princesa de juguete que sostenía entre mis manos. La solté, como si por manosear sus cabellos le estuviera quitando algo de atención. Porque ella, la vetusta y venerable,  te miraba como si mereciese toda la atención del mundo y no le hubiera sido concedida. Y entonces te sentías como si le estuvieras robando. Sólo cuando me quedé quieta continuó hablando.

-Sí, la quise como se quiere a un pequeño ser antes de que haya nacido. La voz de mi marido fue cruda y seca cuando me recomendó que no la idealizara.
¿Idealizarla? No. Aquella chiquilla no podía tener más defectos. No podía estar más equivocada, no podía estar más perdida; pero creo que la quise por todo ello.  Las malas contestaciones, los silencios inexplicables, los sentimientos no descritos, las cosas que no se dicen y se acumulan, todo ello resultaba soportable como se le soporta a la familia, porque están ahí y han crecido en torno nuestro.
    Tanto es así que me devolvió la esperanza. Me devolvieron la esperanza nuestras risas cómplices, su capacidad para tomar partido y apoyarme, y despegarse de quienes no me querían bien. Su entrega y el amor con que hacía las cosas y la amistad extrañamente tendida como una balsa sobre los años, que me salvaban del naufragio de la edad. Su ternura endurecida por arrancarse con las uñas las costras en el alma, por una piel dura como la tierra que trabajaban sus manos, sácándole la carne al picón que se desprendía de la montaña. Porque aquella chiquilla de sensibilidad delicadísisma, auténtica hasta el error de no saber fingir cuando debiera, había crecido en la cúspide afilada de un barranco, dedos sobre grietas que se desbrozaban hacia el mar. Rústica y caliente, la tierra volcánica le daba aquella dulzura como de vino y aquel amargor como de rosas que componen el equilibrio de un ser completamente natural. Un aplanta de Aloe Vera parece hiriente por fuera y, sin embargo, al abrirla,. su jugo calma la piel más irritada y sutura las heridas. No voy a decir que supiera consolar, sino que heberla encontrado era un consuelo. Una última flor tardía, viva y amarilla, entre las formas agrestes de la lava.
Y sí. tengo miedo de perderla.- Dijo mirando al horizonte que se perdía verde, tras las ventanas.
-  Pero: ¿a ella o a la esperanza? prengunté-. Y la Venerable tendió su mano sobre mi pelo, acariciándolo, con una sonrisa dulce.
- Ambas cosas. Ambas, porque la esperanza puede ser una persona y una persona contener toda la eperanza que nos queda. Y lo más doloroso es que yo sé, y sé porque el tiempo me ha enseñado, pero de otro modo no lo hubiera creído, que aunque distintas, éramos iguales, y sus errores y sus defectos, muy parecidos a los míos. Quizás porque en sus ojos aún veía la fuerza de las ilusiones, quizás porque en ella veía una segunda oportunidad para mí misma, quizás porque a través de su juventud sentía que yo misma volvía a vivirla, mi corazón se abrió antes de que yo pudiera cerrar sus puertas y un manantial de lágrimas irrecuperables, las de alguien que se desprende al fin de años de tensión, se derramaron frente a ella. Aquella muchacha era como una redención, como la última belleza percibida antes de cerrar los ojos para siempre, como la última cena que se concede a quien van a ejecutar. Creo que en ella puse todo el fuego de juventud que me quedaba, mis últimas cerillas tratando de ampliar la oscuridad, la última cuenta atrás. Y yo sé, como te decía, porque el tiempo me lo ha dicho, cuales fueron mis errores y aún así me faltará tiempo para descubrir todos los que aún cometeré.
... Es tan joven...- dijo tras un rato de silencio - Es tan joven que temo encontrar en su mirada esa fria despedida que resulta de la decepción. Porque cuando aún eres una flor miras a las otras que tienes a tu lado y esperas que brillen bajo el sol; esperas de los nudosos árboles que sus leños te soporten y que sus anillas le confieran la sabiduría que aún no tienes; pero con la misma pasión con que el cielo te calienta los ojos, las nubes enfrían tu alma; y es fácil no tener paciencia, y entenderlo todo mal; y lo que al viejo le molesta por maniático, al joven le molesta porque no sabe soportar.
        Es tan joven, y está tan lejos, y a veces son tan frecuentes nuestras palabras y otras tan largos nuestros silencios...  Fueron tan intensos los días y tan frías las despedidas.... que a veces temo; que a veces me susurro a mí misma que no debo confiarme, que no debo entregar mi cariño, pero es un imposible. No puedo contenerlo. ¿Sabes por qué?

 Sus pupilas verdes contemplaban de nuevo el paisaje más allá de la ventana. Un paisaje donde se mezclaban praderas amarillas, de tréboles florecidos entre rudos encinares con palmeras y tuneras de hoja plana e higueras retorcidas. Un jardín, sospeché, compuesto de recuerdos de todas las personas y los lugares de su vida.
Negué con la cabeza. Parecía que ella lo estuviese esperando. Sólo entonces contestó.

Porque como todo lo que se regala, el amor no nos pertenece. Una vez que le das tu cariño a alguien, no puedes quitárselo, ni ella puede devolvértelo.



La Ella fantástica


 Ella: muchos sabían que no era cierta. Otros tardamos más tiempo en descubrirla, en percatarnos de que su existencia brumosa era una risa en el tiempo, extendida hasta deformarse y convertirse en estertor.
 De humo. Muchos veían que era de humo. Como una radiografía, parecía transparente sin revelar nada a los profanos. Pero todos éramos profanos; y ella sólo la neblina de una osamenta disuelta en protoplasmas blancos. Bailarina de marfil en una cajita de música, siempre en un perfecto movimiento,  girando y girando, mostrando todos sus lados sin revelar ninguno.
   Algunos la creímos. En las noches polares de los bosques, ella decía que era una bestia, y que su corazón latía de sangre y de rojo. La escuchamos trovar y  la vimos danzar, y la creímos. Pero a la bestia, jamás llegamos a verla.  Se mostraba sólo como tintas de rorschard, se doblaba sobre sí misma como las volutas del tabaco con el que se embruja; y su risa gentil se transmitía con la cadencia del agua. Es inutil que explique sus gestos, las cosas que nos decía, las sonrisas con que respondía a todo cuestionamiento. Evasiva, siempre encontraba la forma sinuosa de las palabras y en sus curvas hacía requiebros donde no podíamos seguirla.
   Algunos vieron que ella era toda de ella; de nadie más; que nadie podría tenerla. No es que fuese un espíritu libre. Tenía un amo: ella misma. Y a ese amo estaba sujeta. Era su raíz, y antes de que nadie lo supiese, tejía velas de fragata que la alejaban de nosotros. El viento lo ponía aquel que preguntaba. Era tan leve su existencia que el aliento mismo de las palabras resultaba suficiente para remontarla.
    Ella; me liberaron un día de su hechizo. "No le debes nada", me dijeron. Y en mi mente se deshicieron las mucosas telarañas. No me había percatado de cuánto tiempo llevaban allí, consumiéndome con un amargo sentimiento, el que te embarga al quedar en deuda con un hada. Aquel día salí del bosque. No a la luz del sol, porque entonces era cuando sus veladuras brillaban más. Tampoco a media noche, porque como las medusas refractaba la luz con halos fluorescentes. Ni al crepúsculo, cuando parecía hecha de oro. Bajo la tediosa luz de un día nublado, mate, sin frío, sin claor,  sin niebla para que no pudiese confundirse y escaparse de mis manos y entrar de nuevo en mi cerebro. Ahí fue cuando la llevé a los acantilados que confinan mi mundo hacia el oeste y le até piedras para que cayese en el vacío.
    Pero hablamos de ella, ¿Verdad? hablamos de una criatura sin sustancia, de una ella fantástica, de una Eva que no podrían aprisionar los muslos de Adan. No era posible que fuera muy lejos.
    Siempre correcta, cayó despidíéndose como si  fuésemos a vernos mañana; y apenas unos metros más abajo, ya había desaparecido. Confundida con las gotas de agua de la cascada. Confundida con las capas de aire que convierten en azules las montañas a lo lejos.
Dejé de verla.

Como dije, sin embargo, no fue demasiada la distancia recorrida. La escucho algunas veces entonar su encantamiento desde una tierra menos alta pero más ancha. Y la escucho acompañada; y su risa de campanillas y cosas frágiles llega hasta mí ya deformada, y me confirma, que no es la risa de un ser amoroso la que oigo, sino la del que fallece con el as de corazones en la mano. Y esa risa se repite con cada eco; y hay quienes ponen en mi hombro su mano y me apartan los ojos del vacío, y creen que aún me duele.

No, no me duele que se haya ido.
No meduele que no sea de verdad.
No me duele que sus palabras no tengan contenido.
 Todo eso se supera cuando la pèrsona es convertida en personaje.
Al personaje podemos destruirlo si queremos.  Lo malo, lo verdaderamente difícil de superar, es cuando amamos a un ser humano..
Pero ella, porque seguimos hablando de ella, era un ideal que pervivía en mi mente, y al que tenía que matar para seguir adelante. Quizás lo que amé de ella fue el ideal que yo misma quise ser. Lo que odié fue lo que no pude ser; y en realidad me complace comprobar que su ser es un imposible y que todo el que crea en sus palabras de bestia, está simplemente ibuido en el delantal de sus sueños.
Aunque algo sí que siento; es irónico que saliendo de un mundo caiga en otro que la acoja tan bien. Me pregunto quienes son los que le abrieron sus brazos y no parecen perplejos por su aspecto. Y creo que la respuesta es, que como ella, son  fragmentos del engaño que crean otros tantos espejos, de otros tantos espectros, que toman forma humana y a quienes seguimos creyendo.
 



Cadenas Trenzadas

Ella se fue, y sus caderas ondulaban haciendo el signo de infinito a cada paso.
Se fue y dejó en el parque, de recuerdo, una imagen de satén color púrpura dibujando cintas en el suelo. Arrastraba la falda como una reina sobre las colcha de ojos verdes; fue la última vez que a vimos caminar.
   Caminar.
Caminar es su tesoro, el movimiento que reverbera en las distancia con frecuencias inaudibles,  pero que se queda en la memoria, agarrada a las paredes de la mente.

Primero, antes que su cuerpo, se marchó su pelo. Su pelo era el portal de los secretos que habitaban en  los huecos de su mundo. Ella era una mujer con dos personalidades, dos seres repartidos en dos mitades. Parte de cada una estaba dentro de su cuerpo, en las ondulaciones de su vientre musculado; Parte de cada una estaba dentro de esa marejada que era su extensa cabellera.
     Su pelo era una institución inevitable a quien ella consultaba las más graves decisiones. Nunca se acostaba sin cepillarlo y comentar las anécdotas de cada día. Durante años, aquellos  en los que  no sentía que pudiera entregarse al mundo, mientras deambulaban sus cascabeles por países incontables, había sido su único compañero. Con él atravesó los charcos y las tierras húmedas de Pekín;  Con él, proyectó sombras difusas en las calles de París, y con él pasó bajo el arco del triunfo como una reina altiva y solitaria.
       Su pelo era pues, casi tan largo como la mitad de ella misma, y en su mata de rastrillos y rastrojos escondía los recuerdos y custodiaba los depósitos millonarios de su alma. Pero un día se dio cuenta. No era demasiado largo, sino demasiado pesado, demasiado poderoso, más que su corona imaginaria.  Entre las hebras castañas y los bucles de cáñamo habían crecido llaves y candados, y sólo el pelo sabía qué llave abría qué cerradura y tras qué cerradura se hallaba esta emoción o aquel recuerdo.  La cabeza le pesaba, le dolía y a veces necesitaba apoyarla en las dos manos para sostenerla. Su pelo ya no le aconsejaba, más bien dictaminaba si era conveniente para ella tal afecto, tal amigo, tal vestido.
    No pudo más. Las cerdas del cepillo ya no atravesaban la cascada; los nudos golpeaban su espalda con la violencia de un cilicio. Trenzarlo  resultaba imposible. Como leños endurecidos por la intemperie aquel pelo resultaba cada vez más fuerte, más rígido.  Las puntas se le abrían: heridas florecidas. Casi le dolían los bucles desmadejados y llenos de contracturas. La navaja no los cortaba. Ni siquiera podarlos era concebible.
    Tan grande fue su rabia y su impotencia que de un golpe clavó las tijeras en el espejo, allá donde tropezaba con su propio rostro. Las grietas chillaron al resquebrajarse el cristal; y desde el otro lado pudo ver que entre los candados y las llaves colgaban ya gruesas cadenas. Unas de acero, otras más finas aún, de bronce o de un cobre apagado. Quizás algunas eran blandas, de níquel, o de plata. Entonces supo que debía de hacer algo. 




Algo.
Aunque fuese atroz, aunque fuese irreversible, aunque fuese la última de las posibilidades y tuviese la más terrible de las consecuencias; aunque en otra ocasión lo hubiese considerado fuera de todo cálculo.
    Bajó las escaleras hasta el taller de bricolaje y extendió la dura cabellera sobre la mesa. Inclinó la cabeza boca abajo con la reverencia y la aceptación de una soberana… y conectó la radial. Las chispas saltaron y un olor de hierros quemados, miles de luces y chillidos  brotaron de aquella mutilación fríamente meditada. Meditada sí, en unos escasos segundos que no hubieran sido más certeros de haberse prolongado. Al fin y al cabo, ya no tenía a quién consultar.  Cuando la máquina terminó su descenso, permaneció cabizbaja, con el cuello tenso, como si aún soportara la carga, como si la retuviera atada. Finalmente la sensación de vértigo se fue mitigando y la reina indultada se irguió. ¡Qué poco le costaba ahora! Sobre la mesa, la cortadora aún humeaba, y troceado, el poder estaba muerto. Ella esperó. Había imaginado que quizás tenía ya vida propia; que quizás  se volvería contra ella y como un pulpo de acero trataría de asfixiarla; por eso en una mano, desde antes de empezar, aferrada y agarrotada por la fuerza, sostenía un hacha. Pero nada pasó, aparte de las horas. El sol se había desplazado un metro hacia el oeste a través de las ventanas cuando ella se dio cuenta de que estaba contemplando un ramo de cabellos.  Un ramo de pelo, en el que pelo quedaba poco, más bien alambres y cadenas de rosario, y cadenas de joyas, y cadenas de barco.  Aliviada, sin nadie a quien dar cuentas de sus actos en el futuro, acarició su largo cuello y su nuca despejada. Ahora sí, pequeños caracoles  castaños y flexibles se enroscaban en sus dedos con un hilo de seda como el que dejan en las plantas.
Irregular, salvaje como su forma de ser, indómita como el camino que le quedaba recorrer, sus pies la guiaron hacia el norte.
  No era ya una reina desterrada. No una reina sin tierras, no, el suyo era un reino inmaterial, era un reino hacia adentro, y todas las galerías y cavernas de su mente y de su cuerpo ahora le pertenecían. Y todas y cada una de esas partes era suya y era libre de hacer con ellas lo que mejor le pareciera. Lo que conocía volvía a ser suyo, y lo que no conocía, bueno, ese era un camino que tenía que hacer por fuera para poderlo encontrar por dentro. Por de pronto y hasta donde uno puede imaginar, la extensión de su reino era infinito.

   Hacia el norte; lejos, bien lejos…  lejos de ataduras aceradas o leñosas, lejos de las cuentas de rosarios que se crían entre malvas en España. Dicen que ahora baila su danza del vientre sobre superficies de hielo; que despliega las plateadas alas de Isis en el invierno; que la han visto cubierta de velos sobre lagos helados, danzando descalza. Y dicen que los peces y las ranas y los sapos, y las algas y las flores cristalizadas se confunden al calor de sus pies y esperanzados creen estar contemplando la primavera. Se equivocan; nada hay en la reina que prediga una estación, la libertad de un  tiempo o  la esclavitud de un cielo; Dicen también que  cuando cuando quiere saber algo, danza con una calavera que responde al nombre de Yorick. Pero esa calavera que nadie ha visto, yo sé, que  sólo contesta con eco y sólo obedece ante preguntas retóricas… así que dudo mucho que sea verdad.
    Yo  más bien creo, que baila, y cuando baila le pregunta a su cuerpo.     
  Y esté donde esté, sustituyó el silencio con un cinturón de cascabeles  que suena como sonaban sus cabellos, dando música a sus pasos al son de sus caderas, que dibujan  al moverse bellas cintas de Moebius.
                                                                                                                       M. Dal Bo, 6-2012